Me quedé pensando en los montos de subsidios de la ex-ONCCA. Si en vez de subsidiar la oferta de insumos, subsidiáramos directamente a las familias que incluyen personas que sufren hambre las cosas mejorarían bastante: si se repartiera el promedio de subsidios de los últimos 3 años (3.500 millones de pesos) entre el millón ochocientos mil habitantes que sufren hambre (fuente: Juan Carr, Red Solidaria), éstos obtendrían 160 pesos por mes. El otro día comí un pancho con una coca en el subte por 8 pesos. Supongamos que ese combo cueste 5 pesos en zonas más marginales. Con esa plata, 1.8 millones podrían almorzar y cenar durante 16 días del mes. O 900 mil hambrientos de hoy tendrían asegurado la comida todo el año. Sería un avance.
Pero hay comida más barata que el pancho y la coca en un lugar público. Un kilo de arroz debe estar en 5 pesos y rinde al menos 10 porciones grandes. Es decir, con 1 peso se pagan dos comidas de arroz de un hambriento. Supongamos que el costo de cocinar el arroz es otro peso en agua y otro peso en gas. Con tres pesos diarios tenemos un hambriento menos. Multiplicado por 365 días y por el millón ochocientos nos da menos de 2.000 millones de pesos, poco más de la mitad del monto de los subsidios. Se puede terminar con el hambre en Argentina; hay que poner un poco más de voluntad.
El tema más difícil parece ser cómo llegar a las personas con hambre. Amartya Sen indicó famosamente que el problema del hambre no es de producción sino de distribución. Y la distribución tiene dos patas, la del ingreso y la distribución de los alimentos. Si son niños, y los padres no muy responsables, su hambre puede pasar desapercibida. Si son niños o adultos, y se encuentran en zonas lejanas a la producción y distribución de alimento puede pasar lo mismo. El que encuentre un mecanismo barato para llevar esos 3.500 millones en alimentos a las bocas de las personas que más lo necesitan será acreedor al premio Nóbel de la bondad.
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